lunes, 12 de noviembre de 2012

El fuego de Gloria


Ningún imperio de la historia ha radiografiado o expuesto de manera tan profunda su propio estilo de vida como Estados Unidos a través de sus programas de televisión. Lo afirmó el ex librero y escritor catalán Juan Carlos Castillón. Modern Family (por el canal de suscripción Fox, miércoles a las 10:00 pm), una comedia, sirve para entender por qué Barack Obama, a pesar de levantar en 2012 unas expectativas mucho más hacia la baja (y más racionales) que las de su primera elección en 2008, es un presidente más representativo de la actual sociedad estadounidense que lo que hubiera sido ese “hombre decente que sabe de negocios”, como se refirió Clint Eastwood al derrotado candidato republicano, el mormón Mitt Romney.


Los grupos familiares tienden a ser fachadas de normalidad y decencia que ocultan un caos algo subversivo, con frecuencia autodestructivo pero también regenerador. En Modern Family, un veterano de Vietnam que vive en Los Ángeles, Jay, está casado con una joven madre colombiana, Gloria. Jay tiene dos hijos de una relación anterior: Claire y Mitchell. Este último forma una pareja homosexual estable (al escribir “estable” me sorprendo en mis propios prejuicios) con un gordito que es toda una comadre, Cameron, y ambos son padres adoptivos de una niña de origen asiático, Lily. El hogar de Claire, involucrada en la gestión de su municipio (¿integraría un consejo comunal en Venezuela?), parece más convencional, aunque su esposo, Phil, tiene mucho de vago e inútil, lo que le hace moderno.

Sofía Vergara gana 19 millones de dólares al año (incluidos ingresos publicitarios) por Gloria, el Personaje con mayúscula de Modern Family: un gran cliché en el que algunos verán una burla hecha a malos brochazos, pero otros también detectamos lo que admira un estadounidense tradicional (si hay tal cosa en una nación de inmigrantes) en un latino.


Gloria machuca el inglés peor que el galán “Rechicken” de las cuñas de Open English, es madre posesiva, celebra la Navidad con fosforitos como los venezolanos, menea las nalgas cuando prepara el chunchullo (chinchurria), sirve empanaditas llenas de grasas “trans” y Jay la ama (aparte de lo obvio) porque con solo escuchar su acento atroz supo que era “una mujer llena de vida”, otro gran lugar común.

En un capítulo, se observa a Gloria como hábil pistolera (de juguete), lo que rellena más necesidades de exotismo y aventura en una sociedad altamente reglamentada. No hace falta decir que en otros ámbitos sería inconcebible en Gloria un rendimiento distinto al de una mujer de fuego, y no hablamos precisamente de Olga Tañón. Pero Gloria cumple además la función de “familiera”, como dicen en Argentina. Traslada el matriarcado latinoamericano y la noción de familia amplia al contexto angloparlante.

Todo estereotipo es la destilación de alguna situación real. En lo personal, se me prendió un chispazo de identificación plena con Gloria cuando la vi tratando de parar un taxi en Los Ángeles. En un viaje a esa ciudad, no llegué a una importantísima cita de trabajo porque pensé que hacer algo así sería tan simple como agarrar un libre aquí en Caracas, donde cualquiera monta un cartelito de taxista en el parabrisas y más bien se te lanzan encima para que te montes en el carro. Pues no. En Los Ángeles, quien no tiene al menos dos carros propios es invisible.

Siempre se ha dicho que la comedia de situación no encaja en el gusto del público masivo venezolano. A mí me cuesta conectarme con cierto humor estadounidense de sitcom, no me hace reír, aunque luego de una decena de capítulos de Modern Family, puedo entender que el encanto no está tanto en los chistes, sino en hacerse uno “parte” de la familia: descubrir poco a poco a los personajes, capítulo tras capítulo, y tomarles cariño. El matrimonio gay de Mitchell y Cameron, por ejemplo, es una permanente negociación bélica de amor que contribuye a derribar las preconcepciones que muchos todavía confesamos. A los amigos homosexuales que yo conozco, por ejemplo, me cuesta imaginarlos como personas deseosas de ser padres.

Una serie estadounidense como Modern Family siempre me sirve de ventana a una sociedad que incluso en horas bajas, de repliegue (las que le tocan a Obama), tiene mucho de admirable, digan lo que digan los fanáticos ideológicos: no creo que a todos los votantes puertorriqueños les hayan lavado el cerebro con propaganda consumista, materialista y capitalista.

 
¿Cómo sería una Modern Family venezolana? Seguramente en los libretos habría una madre divorciada, una adolescente como Haley preñada (en todas partes se cuecen habas), una chorrera de hermanastros, unos concubinos, unos hijos sin casa, unos inquilinos que no desalojan y una Rosita. Un flamante apartamento de la Gran Misión Vivienda Venezuela (elijamos los más estéticos, por ejemplo los del sector Santa Rosa en la avenida Libertador, que tienen balconcito) podría alojar una subtrama que muestre el contraste entre un núcleo que deposita su fe en el nebuloso Estado comunal y otro que enjaula dentro de un cupo de Cadivi y una cerca electrificada su ilusión de iniciativa privada. La familia es la última frontera contra la que siempre se estrellan las ideologías.

En Twitter: @alexiscorreia 

lunes, 5 de noviembre de 2012

El eterno recomenzar

Me monté en tres vagones de 30 minutos de Teresa en tres estaciones con la honesta esperanza de decirle a un lector imaginario de El Nacional, uno que seguramente ve series gringas (ya consideradas prácticamente un octavo arte): “Te la recomiendo, mi pana, no le pares a que se transmita en Tves” (de lunes a viernes, 9:00 pm).



Como un eterno recomenzar, en la telenovela de la productora independiente Alter, estrenada el pasado lunes 29 de octubre, presencié las mismas fallas de otros espacios dramáticos nacionales vistos en el canal del entretenimiento socialista.

Libretos escritos como si el televidente fuera tonto. Personajes igualmente tontos, caricaturescos y unidimensionales. Situaciones inverosímiles (todo eso antes de toda una tragavenados brasileña a las 9:30 pm, India, una historia de amor, lo que hace ver aún más las costuras). El género dramático trabajado como aventura aislada, no como industria capaz de sostenerse financieramente por sí misma, generar productos en serie que sustituyan a los anteriores y aprender de sus errores. A eso se le llama, al comienzo de cada capítulo, “la construcción del nuevo modelo comunicacional”. Vamos para 14 años de novedad.

Me puse a ver la antesala transmitida el lunes desde la esquina de Gradillas por Tves. Lídice Altuve, viceministra de Gestión Comunicacional del Minci, habla de que en el país hay “22 mil productores nacionales independientes”. Saqué la calculadora: si cada uno de ellos produjera una horita mensual de TV, tendríamos para llenar la programación de 24 horas de 30 canales durante 30 días. ¿Dónde está ese material?

Delfina Catalá, productora de Alter, paga el peaje: “La idea de Teresa en tres estaciones es de nuestro Presidente, que dijo que la del ferrocarril (de los Valles del Tuy) era una historia para una telenovela”. La conductora de la antesala, María Alejandra Aguirre: “Aquí se muestra a la mujer que lucha, no la que espera un príncipe azul”. Señorita: hace siglos las telenovelas de los canales privados vienen contando lo mismo. Y con libretistas mucho más profesionales.

Historia de tres mujeres:
1. María Teresa Bautista, soltera y virgen a los 48 años, gerente amargada del Instituto de Ferrocarriles del Estado, que en pleno siglo XXI, aplica castigo corporal a los aprendices de la empresa del Estado. La única función que cumple su madre viuda (Petra, un papel en el que muy tristemente se desaprovecha a Rosario Prieto) es recordarle todo el día que debe conseguir un marido rico y que, preferiblemente, mejore la raza. Dios castiga, y María Teresa siente calorones ante Renny Colón, empleado ferroviario afrodescendiente sabrosón, lo que no deja de ser otro cliché (Freddy Aquino, quizás el integrante del reparto con más soltura, junto con el niñito apodado Virus).  
2. Cruz Teresa Torrealba, 28 años de edad, madre soltera, guayanesa. De día peluquera en una estación del ferrocarril y de noche cantante llanera (en la escena de show en el local nocturno, había luz solar). Su jefa en la peluquería (Tatiana, catira pelopintada, villana de comiquita sin matiz alguno y representación de todos los males del capitalismo) también es la dueña del restaurante y el cuartico donde vive Cruz Teresa, así como la que le roba el novio.
3. Ana Teresa Landaeta, 18 años de edad, estudiante de cine en Unearte, siempre con la camarita grabando lo extraordinario que se hace cotidiano. Típica Ateneo Girl, aunque ahora no se llame así. 



Diálogos escritos como por aprendices, que redundan una y otra vez lo visto ya en las imágenes: ¿cuántas veces tiene que quejarse Rosario Prieto de que su hija "no se va a casar nunca", idea que ya se expresa gráficamente en la tapa musical de la telenovela? ¿Cuántas veces debe informarnos Cruz Teresa de que "yo trabajo aquí en la peluquería"? El colmo de los colmos es que, además, hay varios segmentos en cada capítulo en los que los ¿actores? ¿personajes? rompen la llamada "cuarta pared" y se dirigen al público, para explicar una vez más lo que ya fue comunicado antes en imágenes y diálogos. 

Construcciones masculinas de cartón que besan a la fuerza. Personajes que siempre se enamoran a primera vista, con musiquita y fantasías instantáneas, como si en la vida real las relaciones de pareja se desarrollaran así (el Oscar al papel más bobo de todos se lo daría a Emely, mejor amiga de Ana Teresa).

Escenas absurdas en cadena. Elegiré una: un señor tipo Luis Herrera Campins se monta en el ferrocarril con una jaula y tres gallinas. Ana Teresa, la pichona de cineasta y ecologista del parque Los Caobos, protesta por el hacinamiento de las gallinas, las deja libres en pleno vagón (¿no era mejor llegar al menos a la estación de La Rinconada?) y se arma el escándalo. Las otras dos Teresas, de manera casual en el mismo compartimiento, defienden a Ana. Las tres Teresas, inclusive la que es gerente del ferrocarril y tiene chapa, terminan en un calabozo hediondo por un incidente tan estúpido. ¿Qué diría la ministra Iris Varela?

Si estamos en una época en la que presuntamente los subordinados no tenemos por qué calarnos la arbitrariedad de sus superiores y todos mandamos, ¿por qué estos actores no se rebelan contra unos libretos que les hacen quedar tan mal? Escenas del próximo capítulo (hasta allá no llegué): Ana Teresa hace obra de teatro de Adán y Eva y al chico paramédico del ferrocarril que está enamorado de ella se le cae el guayuco.

Una señal de esperanza en los créditos al final. En Tves hay espacio para la empresa privada. “Alberto Alifa se monta en (motos) Skygo”.

La que se me vendió en la antesala del lunes como telenovela feminista de valores me pintó a tres mujeres cuya realización como estudiantes o profesionales se mostró poco o negativamente. En el fondo, sus vidas siguen girando alrededor de conseguir un hombre como meta ulterior.

Algo que me pregunté: ¿cómo hará una madre soltera, peluquera de día y cantante de noche para incorporarse a las actividades de su comuna, organización a la que presuntamente perteneceremos 70% de los venezolanos en 2019? ¿Será mejor entonces la desprofesionalización de la política, así como la promesa de Teresa en tres estaciones: todos podemos escribir un libreto de telenovela? Cuando me expliquen eso en un capítulo, quizás me montaré en otro vagón de las Teresas.

Teresa en tres estaciones
Historia de Edgar Mejías y Julio César Mármol
Escrita por Teresa Bermúdez y Almudena Monzú
Dirección de Gregorio Scala y Manuel Díaz Casanova

En Twitter: @alexiscorreia